Me detengo a descansar luego de milenios de carrera. Ni por un momento creí que llegaría a algún lado. Muchas veces mis pies pisaron el punto exacto donde siglos atrás lo habían hecho. El mismo trozo de tierra, el mismo charco, la misma hoja. Me siento raro, como fuera de mí. Como exiliado de un universo. Como en otro plano. No lo resisto, y vuelvo a correr. Mis pies se alimentan de asfalto, tierra, pasto, arena. Siento que corro otro camino. Ya no veo hacia adelante. Mi objetivo está abajo. Muy abajo.
Otra vez, como tantas veces, corro sobre la ribera del río, del mar, del océano, del mundo. Nunca entré al agua, ahí hay demonios desconocidos que ya nadie recuerda. Ahí no se puede correr, sólo nadar. Ahí el camino te rodea, te retiene, te atrapa, te ataca. Te vuelves uno con el camino. Tal vez eso sea lo que quiera correr. Un camino activo.
Corro sobre el agua, hasta que ya no hay tierra. Me abrazo a lo desconocido. El camino me arrastra hacia él, y tengo que esforzarme para que no me consuma. Pánico, miedo, frío. Sensaciones que creí extintas hace tanto tiempo. El agua me abraza, como un secuestrador. La orilla parece tan lejana. Corro hacia ella. Está lejos. El agua me rodea. Ahora sí tengo un objetivo: la superficie. La supervivencia. La meta es sobrevivir, no llegar a un punto X. Se vuelve emocionante. Trato de impulsarme hacia arriba, pero la presión es cada vez más grande. Sí, esto era lo que necesitaba. Un desafío. Y al fin lo tengo.