Pasen y vean. Esto es lo que he sido, pero no sé si es lo que seré.

jueves, 25 de julio de 2013

El bosque.

 Otra vez despierto en la cabaña. Como cada noche una vez al mes, no recuerdo como llegué hasta ahí, ni tampoco por qué lo hago en medio de un montón de pasto. El lugar es modesto, de paredes de barro y techo de paja. Siempre encuentro ropa diferente, comida y una navaja de afeitar. No me pregunto por qué ocurre esto. A veces, las respuestas pueden ser peores que las dudas. Siempre me mantuve lejos del monte, ni intenté llegar a la choza por mis propios medios. Tal vez me resultaría imposible, el tupido follaje de árboles nativos y arbustos frondosos siempre me impidieron crear un camino. Mi forma de escapar es caminar, siempre en línea recta. Cada vez que salgo de ese trozo de naturaleza, los animales vuelven a hacer ruido. Como si respetaran mi presencia. O la temieran.

 Cada mes debo caminar por horas entre troncos torcidos y espinas afiladas como navajas. De adolescente traté de marcar los árboles con mis uñas, pero fue inútil. Nunca volví a ver esas marcas. El bosque tiene vida propia, se regenera y cambia con regularidad. Nunca oí agua o sonidos de animales. Sólo mis pasos, mis saltos, mi cuerpo arrastrándose entre un colchón de hojas. Horas y horas de pensamientos e ideas con cada obstáculo superado. Nunca medí la distancia entre el rancho y el borde del monte, porque siempre era distinta. El sol estaba arriba, cuando las copas de los árboles me permitían admirarlo. Puede que el paseo sólo durara quince minutos, y su dificultad tal vez estiraba el tiempo como si fuera un elástico. Cuando lo soltara, golpeaba mi cara. 

 Hay cientos de preguntas a las que nunca le buscaré una respuesta. ¿Quién (o qué) lleva todos los meses ropa y víveres al rancho de barro? ¿Quién hizo la cabaña? ¿Cómo llego hasta ahí? ¿Mi ropa a dónde se va? ¿Por qué nunca, en todo este tiempo, he visto un camino marcado? ¿Por qué tengo que caminar en silencio, sin oír los ruidos de la civilización, o los de la naturaleza? ¿Por qué nunca me crucé con ningún animal? ¿Por qué siempre tengo la necesidad de irme del rancho? Tal vez, si esperara me encontraría con mi benefactor. Si buscara respuestas, hallaría soluciones. Las noches mensuales de olvido se acabarían. Los días de largas travesías a través de un cerco natural se volverían recuerdos. Las afeitadas con navajas ya no serían necesarias. Aunque nunca lo fueron. Yo creé esa necesidad a partir de la posibilidad.

 Aprendí a disfrutar de las mañanas durmiendo en un montón de pasto. Me volví experto en las afeitadas con navaja. Disfruto el desayuno que alguien muy caritativo me brinda cada mañana una vez al mes. Ya no busco indicios alrededor de la choza. Adoro las peripecias que tengo que sufrir para salir del bosque. Horas de soledad obligada me ayudaron a pensar con claridad, lejos de las preocupaciones de la vida diaria. Lo que fue una tortura, ahora era un escape. Pueden haber un millón de preguntas sin resolver, pero no me importa. Tengo las respuestas que necesito.

viernes, 19 de julio de 2013

Miedo.

 Despierto en medio de la oscuridad. Intento prender la luz como de costumbre. No hay energía. El cuarto tiene muchas cosas pinchudas desperdigadas por ahí. También tiene cosas frágiles. ¿Y ahora? Esperaré. No tengo otra chance. Odio a la oscuridad. Encierra miles de peligros, ¡millones! ¿Exagero? Cuando no se pueden prever los peligros, da lo mismo si es uno o un millón. No sabes que el escorpión va a atacar hasta que lo hace.

 Recuerdo la valentía que tenía de pequeño. Si había oscuridad, creía que habían mil y un monstruos que querían comerme. Pero miraba hacia donde creía que estaban, como esperando a que se acercaran. Creía estar loco por eso, temiendo a cosas que no existen. Si me atacaban, existían, y significaba que no estaba loco. Luego crecí y me dí cuenta de que sí existen. En mi cabeza. No pueden matarme, pero si aterrorizarme. La muerte, la enfermedad, una astilla en un brazo. El temor pasó a ser algo más real.

 La luz volvió. Me levanto. La alfombra se resbala, y caigo. Siento mi zapato en mi espalda, la cabeza contra el suelo, las plantas de los pies separadas del piso. Y el techo, inmaculado. La lámpara de luz me mira con su único ojo. Y ahí me doy cuenta. La oscuridad no crea los peligros, sino que siempre están. Siempre. La posibilidad de tener un accidente ocurre con oscuridad o no. Lo que cambia es el miedo, el miedo a lo desconocido. A las posibilidades. Y si es por eso, vivimos en peligro constante. Pero seguimos volando aviones, saltando en motos a gran velocidad o caminando en la calle. El peligro es real, y el peor es el que se oculta a la luz del día, porque nos hace olvidarnos de los diferentes escudos que usamos para protegernos. Bajamos la guardia.

 La luz nos da falsa seguridad, y es cuando el peligro ataca. Confiamos en ella, y nos traiciona. Ya no temo a monstruos. Temo a la seguridad, a la confianza, a la luz. A la traición de las certezas de una vida. Y ahí es cuando dudo, otra vez. Del piso que me sostiene, del techo que me cobija, de las paredes que me contienen. De lo que puedo tocar, y lo que no. De lo que siento.

miércoles, 17 de julio de 2013

Punto mortal.

 Nunca imaginé que la razón de mi muerte no me afectara. Claro que estoy sorprendido, todos creen que morirán dentro de un millón de años. O veinte. La percepción de ese tiempo es la misma. La muerte está en el futuro, y la preocupación por ella también debería estar ahí. Sin embargo, desde que sabemos que podemos morir la muerte nos obsesiona. Tomamos muchas precauciones para que ese día no llegue pronto, por más que sabemos que esa oportunidad puede estar a la vuelta de la esquina. No es mi caso. Sé cuando moriré. El camino hasta ese conocimiento no me interesa. Sé que importa, porque puede ser una broma de mal gusto. ¿Y si no lo es? ¿Si todas las historias que nuestra mente adulta procesa como ficción resultan ser verdaderas? ¿Y si en verdad existe Avalon, Asgard, el Monte Olimpo, o el Paraíso? Pero esto no es una posibilidad. Sé cuándo y donde moriré. Y me asusta.

 Suena raro que un dato así me dé miedo. Puedo tratar de evitar ese fin, ordenar mi vida antes de que llegue o adelantarlo ahora mismo. Pero claro, dentro de ese veredicto está la imposibilidad de hacerlo. Tal vez la segunda sí, ordenar mis asuntos antes de irme a dormir. Es algo que siempre hice, ¿qué podría cambiar ahora? Como el condenado que se enfrenta al hacha del verdugo, solo puedo aceptar de forma pasiva a que el momento llegue. Tratar de evitar mi muerte traería catástrofes al sistema espaciotemporal. O eso me contaron. En verdad no me importa. Tal vez siempre quise morir, y esta es una buena forma de hacerlo. Dejar esa tarea a manos más capacitadas, tal vez para que ellos carguen con la culpa que no me atrevo a portar.

 La hora se acerca. El escenario está armado. Las luces están colocadas. El telón está bajo. El pianista está en su posición. La violinista está por llegar. La calle está desierta, como estaba previsto. Solo falto yo, que llego tarde a la representación de mi propia muerte. Corro hacia el punto donde un vehículo me interceptará. 05:56. Hora de morir. Atravieso la calle como un condenado, una oveja que espera la muerte. No, no aparece. El camión a contramano no aparece. ¿También él se cuestionó la muerte? ¿Habrá querido huir de una vida de sufrimiento? Cargar una muerte es feo, lo entiendo. Pero más feo es negar tu destino.

 Ya suenan las seis campanadas de la catedral. Mi ómnibus hacia el viento no pasó. Vuelvo con la pena de un actor que no cumplió su papel. La muerte tal vez no es para mí. Tal vez es para esas personas que no piensan en ella, que no la esperan, pero que les llega. Como a todos. Vuelvo desilusionado. Hoy era el día, mi día. Ahora tendré que volver a mi aburrido trabajo, doce horas tras un volante que me odia. Es un sentimiento mutuo. Tal vez, cuando salga de él, vuelva a ver si ese inconsciente se dignó a matarme. Espero que, esta vez, no llegue tarde.

martes, 16 de julio de 2013

El quinto escape

 Los días pasan lento en el calabozo. Condenado por un crimen que no cometí, me consumo lentamente en el encierro. No hablo con los otros encarcelados, ni ellos lo hacen. Cometí un grave error, lo admito. Pero todos creen que mi delito fue otro. Me desespera no poder correr sobre el pasto, colgarme en los árboles, bañarme en los ríos. Salir afuera. Fuera de los grises muros de la culpa. Ya olvidé cómo llorar. Cómo acariciar. Cómo soñar. 

 Me aferro a un trozo de tiza, regalo del hijo de otro condenado. La tengo como símbolo de la inocencia, eso que aquí es una leyenda. Me recuerda a mi vida anterior, la que tuve antes de entrar aquí. Antes de fallar. Antes de intentar fallar. Es triste que lo único que te ata con el mundo exterior sea una tiza. Recuerdo cuando aún era un niño, y la maestra me mandaba a limpiar el pizarrón. Cuando chocaba los borradores, una nube blanca me protegía. De los gritos, los golpes, las burlas. 

 Tengo que escapar. No aguanto más el presidio. Lo malo no es padecerlo, porque tengo alimento, cama, y nadie me molesta. No extraño a las personas, sino la libertad del viento, la bravura del mar, la sombra viva de los sauces. ¿Cómo volver? Me prometo pensar un plan. Las noches se hicieron para dormir, pero son la única forma de poder planear en paz. La noche, que muchas veces fue una traidora, ahora me cobija. Es mi aliada. Con la tiza, hago un esquema de la prisión. Luego de localizar los puntos flacos, borro lo escrito, pero no lo visto.

 Cinco puntos posibles. Cinco objetivos. Salgo a reconocerlos, a verlos, a reevaluarlos. Cada punto es mejor que el anterior. Jugueteando con la tiza en mis manos, marco cada posible vía de escape. La tiza queda cada vez más chica, pero con cada trazo, la esperanza crece dentro de mí. Nadie había intentado escapar en todos estos años, porque el fuerte de la prisión es la desmoralización. Te destruye. No hay nada para ti afuera, solo una familia decepcionada, un mundo que te odia y el plus de ser un fugitivo. Tal vez, ¿quién sabe? Nadie me busque afuera. Nadie note mi ausencia. Nadie recuerde quién es la persona más odiada del país. Mi vida cambiará, estoy seguro.  

Ya no tengo la tiza, solo un trocito que pude guardar. Sigue ahí, presente en los planes y las marcas. Dentro de mí. Es mi esperanza. Y mientras que todos están con sus propios problemas, yo escapo. La primera marca fue borrada. Tal vez ya usaron esa vía de escape. No me puedo arriesgarme. La segunda tiene un policía de guardia. La tercera marca parece mi salida hacia la libertad. Me arrepiento, al oír un alboroto en la otra punta. Veo. Justo en la cuarta marca, un colega intentó usar mi vía de escape. Tengo que apurarme. Puedo usar la tercera, o la quinta. Me decido por la quinta. Subo las escaleras hacia el techo de la cárcel. Respiro hondo, y salto. Al fin, pude escapar. De una forma u otra. El hospital será otra historia.

lunes, 15 de julio de 2013

La caída.

 Mientras que caigo, recuerdo. Trato de unir los puntos dentro de mi cabeza. La caída parece infinita, o tal vez que mi mente me juega una mala pasada. El viento acaricia cada parte de mi cuerpo. El pozo parece no tener fin. Abro los ojos y la oscuridad sigue. ¿Estaré cayendo? Siento la fuerza de la gravedad en mis espaldas. ¿O será algo más? Las dudas me atacan lector, al igual que a vos. Trato de hacer A más B, pero no puedo. No entiendo algunas de las cosas que me ocurrieron. Sus causas, sus desarrollos, hasta sus resoluciones. Los hechos pasaron casi sin darme cuenta, como si fuera un espectador de mi propia vida. Y todo ese camino recorrido me lleva hasta acá, la gran caída.

 Hay cada vez más calor. Vapor. Olor a azufre. Garganta seca. Tal vez esté en un volcán, o en el mismísimo infierno. Da lo mismo, caeré y moriré. Seré una mancha en el suelo. Me aburro. Quiero llegar, terminar con esto. Cuesta respirar, recordar, pensar. Las palabras pierden el sentido que antaño tenían. Ya no importa como llegué aquí. La memoria queda en el pasado. Sólo resta esperar a ver que ocurre. El aire caliente empieza a erosionar mi cuerpo. Por extraño que parezca, no siento dolor. No más.

 Ya siento mi final. Ya casi olvido como unir palabras. Ya estar llegar. Mi corazón palpitar fuerte. Saber que final cerca. Yo desear que llegar final ahora. Ya no tener miedo. Mi pelo oler raro. Mi ojo ver todo. Brillo. Luz. Calor. Vapor. Olvido. Miedo. Mucho miedo. Terror. No querer. No querer. No querer. Detener. Basta. ¡¡Basta!! Sed. Aire. Regreso. Volver. Querer. Sentir. Esperanza. Volar. Alas. Paz. Vida. Salvación. Impacto.

domingo, 14 de julio de 2013

Sueños.

 Despierto otra vez. Mi cabeza me duele, pero no me importa. Volví a estar en el paraíso. Ahí, donde los sueños no se cumplían en un abrir y cerrar de ojos. Cada logro costaba algo irreemplazable en mi vida, y los fracasos se llevaban trozos grandes de autoestima. Recuerdo que cada proeza, por más pequeña que sea, tenía un valor incalculable. Era motivo de festejo. A veces, una persona no llegaba a lograr nada en su vida, por más que lo intentara con todas sus fuerzas. La belleza era un bien escaso, por lo que su valor era alto. Muy alto. La cordura.

 Duermo. Un día de cansancio innecesario era lo que necesité para poder dormir por siglos. Después de todo, ¿quién no quiere vivir en un mundo así? Pero el insomnio me ataca. Intento todo, hasta las pastillas para dormir. Nada sirve. No puedo volver. Intento correr, tal vez así me fatigue. Pero no, no sirve. Pruebo todo, hasta la frustración. Comienzo a destruir lo que me rodea. ¿Para qué vivir en un mundo tan gris, tan vacío de objetivos, tan simple? Sin historias que contar, sin pruebas que superar. Sin logros.

 Despierto. Era todo un sueño. ¿O volví a soñar? Ya no me interesa cuál de los dos (o tres) lados es real, ni si eso influye en mi vida. Me dedico a disfrutar del sufrimiento que me da el fracaso. Una sonrisa dice todo. Estoy en el paraíso. Hasta que ese ómnibus arrolla literalmente mis sueños. Despierto en una cama de hospital, totalmente paralizado. No puedo moverme, por más que lo desee. ¿Estaba en un sueño? ¿Esto lo es?

 Duermo. La calidez de la almohada aleja mis preocupaciones. Por ese momento, no me importa estar en una cama de hospital. O eso creo. Porque ya no distingo la realidad del sueño. Comienzo a fantasear con la idea de caminar. Mi sueño es genuino. Hasta que despierto. Estaba durmiendo en el ómnibus rumbo a mi último día de trabajo. Al fin me jubilaré. El grito me espabila. Un accidente. Otro más en esta ciudad. ¿Cuándo acabará el sufrimiento? El asiento es cálido. No me paro como el resto de las personas. Me quedo en él. ¿Quién sabe? Tal vez hoy pueda despertar.

sábado, 13 de julio de 2013

Vuela.

Vuela.

Vuela como si tuvieras alas.

Vuela como si el piso fuera lava.

Vuela como si las paredes no existieran.

Las de tu mente.

¡Abre las alas! Sé que puedes volar.

Sé que puedes superar esto. Y eso. Y aquello. Y ese problema que te tiene mal.

Vuela.

Tú puedes. Tu mente puede volar, ya lo has demostrado.

Tus manos no son un obstáculo, son parte esencial de esas alas.

Las aves tienen pies. Los dragones también. ¿Por qué que tu los tengas significa que no puedes volar?

Cierra los ojos. Vuela.

Abre tu mente. Suéltate. Tú puedes.

Estréllate contra el suelo del fracaso una y otra y otra vez.

Conoce el sabor de la tierra para disfrutar de las mieles del aire.

Vuela, no para llegar a algún lado. Vuela para que, al lograrlo, una sonrisa se dibuje en tu rostro.

Te prometo que cada moretón valdrá la pena si puedes volar. 

Vuela. Hazlo como si no tuvieras lastre. Hazlo, intenta.

Abre los oídos, los ojos, tu nariz. Toca, prueba, piensa. Abre tus alas, y vuela.

Vuela sobre ese suelo que tantas veces te besó, símbolo de un fracaso que precedió a un fracaso y a otro. 

Vuela sobre todos los obstáculos que tuviste que superar para poder volar.

Vuela sobre las fotos de esos problemas tan grandes en su momento, y que ahora no son más grandes que hormigas. En pleno vuelo, todo parece hormigas.

Vuela, aunque hayas volado por horas y caigas al mar. Vuelve a hacerlo aunque hayas nadado por días y tus alas hayan quedado maltrechas. Vuelve a volar. Siempre.

Vuela, aunque ya no haya cielo, ni tierra, ni agua. Aunque ya nada quede. Aunque todo esté cayéndose a pedazos. Vuela más allá de todo.

Y si por un momento piensas en arrancarte las alas, recuerda que cientos de miles lo hicieron antes que tú. 

¿Los recuerdas? Miles se rindieron. Muchos volaron más que tú, y nunca más volvieron a hacerlo. La seguridad del suelo es tentadora.

Vuela. Pese a todo, debes volar. Por arriba de tus problemas, tus éxitos, tus sueños. Vuela. Sentirás dolores evitables. Todo eso le dará valor a tu vuelo.

Vuela. Ahora. Mañana. Ayer. Vuela.

Cuando te canses de volar, sigue haciéndolo. Si descansas, creerás que ese es el objetivo. Muchas veces te verás tentado a hacerlo. No lo hagas. Vuela.

Tal vez un día puedas llegar a dónde nadie ha llegado. 

Vuela. Sin alas, plumas o huesos huecos.

Tú puedes.

Los mil y un caminos.

 Todos los días me levanto, voy a la facultad y vuelvo a casa. Un par de días a la semana voy a un curso para mejorar algún aspecto de mi vida. En todos los casos, hago el mismo camino. Los fines de semana salgo con amigos, y nunca veo a mi alrededor. Conozco todos los caminos de mi vida como la palma de mi mano. O eso creo. Siempre los mismos pasos, la misma actitud, las mismas acciones. Como si algún científico loco me hubiera programado cuando nací.

 Pero me mudaré. Lo haré sin conocer los detalles de cada camino, ni sus paralelas, ni siquiera los detalles tan simples como un cartel. Me iré sin haber sin saber por donde tantas veces caminé. Claro, reconozco los aspectos generales de cada sitio que he pisado. No puedo recordar el color del cartel que todos los días me encuentro en mi camino, ni tampoco la letra más chica. Tal vez, de tantas veces que lo vi, su importancia desapareció. O la estoy negando.

 Salgo a caminar por el barrio, el cual ni su nombre conozco. Veo el almacén que tantas veces frecuenté, y noto que el borde sobre el techo tiene relieves. Unos arqueros disparando a un muro. Algo extraño para un almacén. O tal vez no, porque antes pudo haber sido un hogar, la casa de un escultor. O una clínica familiar. Comienzo a imaginar las posibles vidas pasadas de ese comercio. Sigo caminando. Descubro que el árbol que tantas veces crucé tiene incrustado un manubrio de una bicicleta. Claro, tenía que levantar la cabeza para poder verlo.

 En mi paseo me encuentro una gran cantidad de detalles fascinantes. Ni siquiera cambié los caminos que hago todos los días. Solo tuve que levantar la cabeza, detenerme en los detalles, imaginar un poco. Soltar el cerebro. Aceitar la maquinaria voladora. Tuve que desprogramar mi modo "viaje" para poder disfrutar de él. El problema es que este sería mi último viaje. Sería la última vez que vería a esos arqueros, a ese manubrio, a la frase motivadora de un antiguo anuncio de café. Sí, la última vez que daría estos pasos. Pero, sin duda, en el camino que me espera no seré una máquina. Y espero que vos tampoco.

miércoles, 10 de julio de 2013

Puzzle.

 El sueño era tan nítido, que parecía real. Pude tocar las paredes, tener conciencia de que estaba en uno. Eran suaves, pero la habitación era chica. Muy chica. Creo que si tengo otro pensamiento, quedaré apretado contra ella. El techo es alto, casi inalcanzable. Casi. Si salto, llego a él. No tengo nada en la habitación. Sólo mis pensamientos. Y este pedazo de papel. 

 Mi letra no es mi letra, mi mano no la reconoce. Escribo sobre la habitación, porque no puedo ver que hay más allá de ella. Escribo sobre mí en ella, porque no hay otro personaje posible. Trato de hacerlo sobre las razones por las que estoy acá, pero no se me ocurre ninguna. Sólo que es un sueño. Escribo sobre mi toma de conciencia al respecto. Escribo por escribir.

 Se abre una puerta pequeña, y entra un plato de comida. Papel picado, tal vez de diario, y un vaso de engrudo. Me enojo. Me doy cuenta que tengo hambre, y me pongo furioso. Golpeo las paredes, grito por comida. Una voz que todavía no puedo identificar me dice que ahí tengo mi comida. En el plato. En el vaso. En la bandeja.

 Me siento frente a ella, y veo los papelitos. Tienen trozos de dibujos, de palabras. "Plato", "hambre", "letra". Reconozco los dibujos. Veo los papeles como partes de un Frankenstein. Y empiezo a buscar sentido en ellos. Como un rompecabezas, armo el texto. Paso una capa de engrudo sobre la bandeja, y empiezo a poner papelito por papelito. Y al final, pongo la última palabra. Hola. 

martes, 9 de julio de 2013

Corro.

 Ya no tengo necesidad de correr. Me detengo, cansado, luego de siglos de maratón. Ya no tiene sentido. Avanzo siempre hacia adelante, pero si lo hiciera hacia atrás tendría el mismo resultado. Después de todo, el problema no es el destino, sino la carrera. Correr se vuelve la meta. Huír una religión. Y mis pies son el vehículo para llegar a la iluminación. ¿Pero por qué seguir? No, no quiero. Ya no veo el sentido de hacerlo.

 Me detengo a descansar luego de milenios de carrera. Ni por un momento creí que llegaría a algún lado. Muchas veces mis pies pisaron el punto exacto donde siglos atrás lo habían hecho. El mismo trozo de tierra, el mismo charco, la misma hoja. Me siento raro, como fuera de mí. Como exiliado de un universo. Como en otro plano. No lo resisto, y vuelvo a correr. Mis pies se alimentan de asfalto, tierra, pasto, arena. Siento que corro otro camino. Ya no veo hacia adelante. Mi objetivo está abajo. Muy abajo.

 Otra vez, como tantas veces, corro sobre la ribera del río, del mar, del océano, del mundo. Nunca entré al agua, ahí hay demonios desconocidos que ya nadie recuerda. Ahí no se puede correr, sólo nadar. Ahí el camino te rodea, te retiene, te atrapa, te ataca. Te vuelves uno con el camino. Tal vez eso sea lo que quiera correr. Un camino activo.

 Corro sobre el agua, hasta que ya no hay tierra. Me abrazo a lo desconocido. El camino me arrastra hacia él, y tengo que esforzarme para que no me consuma. Pánico, miedo, frío. Sensaciones que creí extintas hace tanto tiempo. El agua me abraza, como un secuestrador. La orilla parece tan lejana. Corro hacia ella. Está lejos. El agua me rodea. Ahora sí tengo un objetivo: la superficie. La supervivencia. La meta es sobrevivir, no llegar a un punto X. Se vuelve emocionante. Trato de impulsarme hacia arriba, pero la presión es cada vez más grande. Sí, esto era lo que necesitaba. Un desafío. Y al fin lo tengo.

Alma.

 Su dulce sabor es lo más maravilloso que he probado. Me recuerda a la primera vez que conocí el algodón de azúcar. No el sabor, sino el momento. El placer. Su aroma es distinto a eso, es como un perfume exótico. Si busco algo similar, es a una rosa que pude oler. Claro que su aroma no era a rosa. Era a recuerdo. La combinación de sabor y olor hace que me convierta en un ser superior, ajeno a todo lo que me hace mal. Estoy del otro lado. Ya no hay más dolor, ni sufrimiento. Aquí, soy poderoso. Y pensar que pude conseguir esto a cambio de una nimiedad. Una vida que no vale nada, en un mundo que ya no me quiere. Estoy feliz, no sólo por no tener dolor ni sufrimiento, sino porque hice un buen trato. El mejor.

 Lentamente, el gancho de realidad me arrastra hacia el mundo real. Era de esperarse. Pero, por suerte, cuanto más use el bálsamo más tiempo quedaré en el otro lado. Cada visita durará más, hasta que ya no haya regreso. Ocho visitas, ya faltan siete. ¡Sólo puede mejorar! Volver al infierno solo hace que el paraíso sea más atractivo. Es un mundo frío y gris, donde la necesidad de alimento es fuerte, y la de protección es dura. Pero hay algo peor. La soledad. Es peligrosa, una mascota muy difícil de domar. Y su mordida es venenosa. No hay cura para algo tan fuerte. Necesito otra botella. Necesito volver.

 Los dioses me dicen que ya tienen mi alma. No puedo dárselas de nuevo. Para otra dosis, necesito más gente. Gente que esté dispuesta a regalármela, y así poder cambiarla. Pido un préstamo, pero nadie se lo da a alguien que tiene los ojos negros. Me temen. Me atacan. Lágrimas de ébano brotan de los oscuros orbes. Necesito almas. Busco a mis amigos, y les digo que hay un paraíso donde no hay maldad. Sólo paz. No hay hambre, ni guerra. Les pido su alma, para darles un pedazo de cielo. Juntos, cruzamos el umbral.

 La visita duró menos. ¡Fue una mentira desde el principio! Vendí mi alma por nada. Peor que nunca ir al paraíso, es el haberlo visitado, y lluego ser echado de él. Extraño el olor a pasado, el gusto a cambio. A esperanza. Me doy cuenta que nunca podré volver. Y si lo hiciera, sería por un rato. Por lo menos, lo pienso. No, no puedo volver. Mi alma ya no es mía, es de ellos, los dioses. Me engañaron. No aguanto la humillación. El arma está cargada, la cuerda está anudada, la terraza está a un escalón de distancia. ¿Importa el método? No, sólo el fin. Mi fin.

domingo, 7 de julio de 2013

Melancolía.

 Corro bajo la lluvia. Trato de escapar de las gotas que me persiguen, como si fuera un prófugo de alguna cárcel natural. Sus disparos chocan contra el suelo, que aún sigue seco. No quiero recordar. Los buenos recuerdos lastiman; los malos, mucho más. Tal vez si corro, podré huír. Subo los hombros, tal vez para no mojarme, tal vez para que no me importe olvidar. O tal vez por las dos razones. Quisiera que eso me ayudara a escapar, pero no. No ayuda. Algunas de las gotas llegan a su destino, fieles kamikazes de un imperio que se derrumba. El recuerdo.

 Desearía que el agua de lluvia fuera, en otra vida, las aguas del río Estigia. Tal vez así olvidaría. O sería peor, porque sus gotas vendrían cargadas de los recuerdos de las almas que lo cruzaron para ir al Hades. Cada impacto sería un recuerdo aleatorio. No me asustaría recordar cosas malas de otras almas, sino la posibilidad de que me llegue el recuerdo de esa alma, ese fantasma del que quiero huír. Mientras pienso todo eso, sigo corriendo, con la campera sobre mi cabeza. La uso desde mi adolescencia, pero no tapa mi espalda. Prefiero que proteja mi mente.

 Empieza a llover más fuerte. Demasiado. Se hace casi imposible salvarse de las gotas de memoria. Como un milagro, encuentro un gran paraguas negro y roto tirado en el suelo. Lo agarro, y me refugio bajo un alero para tratar de arreglarlo. Está muy mojado, pero esas gotas ya están muertas. Lo castigaron muy duro. Lo arreglo un poco, y listo. No quedó como nuevo y sigue mojado, pero tal vez me sirva. Huyo con él hacia el manto de agua.

Ya ni sé hacia dónde correr. El paraguas y mi vieja campera son una buena protección, pero no la suficiente. Corro sin rumbo aparente. ¿Por qué no esperé en el alero? Tal vez, el agua sabría donde encontrarme si no me mantengo en movimiento. Huyo de sus sirenas estruendosas, sus focos de luz estridentes y su necesidad de cubrir al mundo de agua. De recuerdos. Empiezo a llorar. ¡Están dentro mío! Se infiltraron, y ahora me atacan. Tengo que dejar de pensar.

 Me tropiezo. Grave error. El agua cae sobre mí como los niños golosos lo hacen sobre una agonizante piñata. El agua que corre por el camino, antes separada por un buen par de botas, empieza a mojar todo mi cuerpo. La agonía de recordar es muy fuerte. Lloro más. Empiezo a reír, lo que es mucho peor. Recuerdo los momentos felices, esos que quería olvidar. Son peligrosos, porque ya no se repetirán. No me puedo parar, el agua me retiene. Yo me retengo. El pasado me arrastra a sus dominios: mi mente. Y recuerdo. 

 Me paro, con el alma mutilada por los recuerdos de cosas que creí muertas. Una gran sonrisa ilumina mi rostro; pero sé que luego de subir la montaña rusa, la bajada será peor. Grito. Es tan fuerte que lo siente (no oye) todo el mundo. Ya no me importa nada. Río. Corro bajo la lluvia como si ya nada importara. Es que ya nada lo es. Me descalzo, bailo, río. Y en medio de ese frenesí, sale el sol.

sábado, 6 de julio de 2013

Veintitrés.

 Veintitrés campanadas dieron los aloonos antes de que los traanos irrumpieran en su fortaleza. 

Veintitrés fueron los valientes asesinos que conquistaron la isla de Hal. 

Veintitrés horas pasaron desde que se descubrió el amanecer carmesí. 

Veintitrés zumbidos repitieron los últimos dos escarabajos madereros antes de extinguir a toda una especie.

Veintitrés sonrisas se vieron cuando un rehén fue rescatado por la gracia del destino.

Veintitrés golpes pudo dar el boxeador antes de caer por última vez.

Veintitrés números pudo recordar el hombre antes de que perdiera la memoria.

Veintitrés besos dió el sheik en toda su vida.

Veintitrés aros de cebolla pudo comer antes de que su alérgico cuerpo se resistiera.

Veintitrés alfombras embellecían el pequeño palacio de hojalata.

Veintitrés sonidos se pueden escuchar a la vez cuando se canta al revés.

Veintitrés personas pudieron ver a una especie que duró dos horas antes de evolucionar.

Veintitrés lenguajes pudo aprender la dama antes de creer que un atardecer puede no ser bello.

Veintitrés gotas exactas y perfectas cayeron de la ventana indiscreta.

Veintitrés veces se arrepintió de doblar la esquina.

Veintitrés lámparas incandescentes lo alumbraron sin querer.

Veintitrés martillazos tuvo que dar el herrero antes de que el bronce tomara forma.

Veintitrés pasos hacia el norte lo separaron de un guiño.

Veintitrés escamas de pez le regalaron al rey de Logga antes de matarlo.

Veintitrés minutos más fue lo que el carcelero le dio al encarcelado para que se despidiese de su rata antes de dejarla en libertad.

Veintitrés sonetos cantó Ílliaso antes de empezar a vivir.

Veintitrés veces lloró en veintitrés años.

Veintitrés.


viernes, 5 de julio de 2013

Conteo.

 El conteo me preocupa. Uno a uno, los números desaparecen. No entiendo por qué está. No entiendo cuál es su utilidad. Le pregunto a las personas que se cruzan conmigo en la calle. Nadie responde. Algunos insultan. Otros me esquivan. Unos pocos no saben qué decirme. Pero no se quedan a preguntar. No les importa. Mientras tanto, la enorme cifra sigue en su lento camino hacia el descenso. ¿Qué significa? ¿Un nuevo truco publicitario? ¿Pasará algo importante? Cada nueva cifra se anuncia con un leve sonido, como el de una moneda que cae, un segundero que avanza, un grito que se silencia. Es algo que nunca había oído en todo este tiempo. Tal vez ese sonido me hace cuestionarme la función de tal cifra. ¿Será un reloj? ¿Un conteo de dinero? ¿De población? ¿De clientes? 

 Frustrado, me siento sobre el frío suelo de la mañana. Manchas de aceite, de agua, de vómito. Grandes lagos que invaden el suelo urbano. ¿En qué momento nos dejó de importar? ¿Cuándo fue el hecho que nos hizo ignorar lo que pasa a nuestro alrededor? Tal vez, en otro tiempo la gente iría con la cabeza en alto, y le llamaría la atención el oscuro cielo. O, al menos, las paredes pintadas del color del abandono. O los grandes números, esos que invaden mi mente. Tal vez eso hace que la use. Ya ni recuerdo los diferentes tonos de verde de las copas de los árboles, ni los tonos de marrón de los troncos. El color del pasto, o su olor. ¿Cuándo dejamos de interesarnos por esos detalles?

 Los números ya no importan. El suelo tampoco. Ni siquiera el cielo ya no es tan interesante. Lo que se vuelve importante es tratar de que otros recorran el mismo camino. La duda es una semilla que crece muy fácil. Puede germinar en el concreto, quebrarlo como si fuera tierra recién labrada y abrirse paso. Sí, ese es el camino. Paro a gente aleatoria y le digo que esos números son un reloj. A otro le cuento que es la cantidad de tigres que quedan vivos. A otro el volumen de oxígeno sin contaminar. Hay demasiados ceros en ese número, ceros a la izquierda, quienes quedarán ahí por siempre. Algunas personas caen, y me discuten el propósito de esos números. Yo les sigo el juego, y a veces los fleto con la duda. Yo no sé que son, ellos tampoco. ¿Qué importa?

 El gran número se reduce a un par de cifras. El conteo acaba. ¿Ahora importa? No. El campo está sembrado. La gente que me crucé ya duda. ¿Morirá? ¿Se convencerán? Tampoco importa. No recuerdo sus nombres, ni sus altos o bajos cargos en esta sociedad. Solo recuerdo la duda en sus mentes. El irse murmurando cosas que en otro momento no se cuestionarían. Ya la cifra agoniza, y apuro la siembra porque el sentido de la duda original ya muere. Las razones inventadas sobre el conteo se vuelven cada vez más débiles. Es un reto para mi imaginación. Y de esa forma la ejercito. Ya queda una cifra. Me guardo este momento para mí. No me importa que ocurra luego. Ya dudo. Y es ahí cuando el último cero llega a su destino.

Bifurcaciones.

 Lo primero que siento, aún antes de abrir los ojos, es miedo. No recuerdo nada de mí. Eso me asusta. Trato de abrir los ojos, pero tengo algo viscoso sobre ellos. Me limpio con fuerza, y los abro. No hay mucha diferencia, la oscuridad sigue reinando. Poco a poco, me acostumbro al brillo oscuro de la noche. Un pasillo, sin un techo que lo proteja. Que me proteja. Veo a mi alrededor, no hay nada. Solo el pasto que molesta, y las paredes de un pálido blanco, vírgenes de cualquier tipo de marca o daño. Un pasillo, que termina con una bifurcación. Detrás mío, la nada. Un vacío oscuro que me llama, me tienta, me atrapa. Es oscuridad en estado puro, sin matices o humanizaciones. Yo también la deseo, pero sé que es algo malo. Me hará daño. Tal vez me funda con ese caos, y pierda mi propia identidad. La cual, hasta ahora, no recuerdo. ¿Qué importa? Quiero tenerla, no fundirme con la noche.

 Trato de pararme, pero me cuesta. Recuerdo como caminar, pero mi cuerpo no lo hace. Tardo en enseñarle las nociones básicas de "no caerse" y de "avanzar". Poco a poco, paso a paso, voy caminando por el pasillo tapizado de naturaleza. Su aroma es fresco, me invita a recostarme y descansar. Mis piernas duelen, aunque reconozco que cada paso que doy es más dulce. Caigo. Dos, tres veces. Me arrecuesto a la blanca pared. Miro sobre mi hombro a un vacío que me persigue. Su voz silenciosa es cada vez más seductora. Me llama. Me obliga, y eso me motiva a apurar el paso, a ignorar el dolor. Empieza a llover. El agua se vuelve cada vez más molesta. Me empuja hacia atrás, como si fuera cómplice de mi enemiga. El pasto conspira con el agua, y hace que caminar sea casi patinar. Las paredes dejan de ser aliadas, y se vuelven resvalosas. Es cada vez más difícil continuar el camino. Los descansos se vuelven cada vez más duraderos.

 Llego hasta el final del pasillo. Creí que la bifurcación era una puerta de salida. ¿A dónde? No sé, no me importa. Fuera de aquí es mejor que el vacío, que me seduce. Me promete descanso eterno, placer eterno, eternidad eterna. Muchas promesas siempre hacen desconfiar. Tal vez por eso no me desanimé cuando ví que, al llegar a la bifurcación, el pasillo continuaba. Pero habían dos pasillos. A la izquierda, uno sin lluvia. A la derecha, uno sin pasto. Decido ir por el que no tiene lluvia, ya que conocía ese tipo de camino. Me equivoqué. Más adelante, el pasto se volvió arena. Y luego, apareció el viento. Un viento tan fuerte, que dificulta hasta respirar. La arena me hundía si me llegaba a detener, por lo que ya no pude descansar. La oscuridad, fiel compañera, seguía cada uno de mis pasos, consumiendo la arena que ya había pisado. Decía que lo hacía por mi bien. Pero yo conocía sus verdaderas intenciones. Ese vórtice quería que yo sea su bocado.

 La siguiente bifurcación fue una bocanada de aire fresco. Literalmente. El viento se detuvo, el piso se volvió del mismo material que las blancas paredes y las opciones aumentaron a tres. Un camino tapizado por pasto, paredes de musgo y un sol radiante. El otro era agua, poco profunda, de una claridad tal que podía ver el fondo. El tercero era un camino de tierra, de paredes rocosas. En él, la noche era una con el horizonte. Elegí el tercer camino, tal vez porque me recuerda a la oscuridad que me seduce. Un camino árido, sin vida, pero tranquilo. Vuelvo a caminar en la noche, ahora sin dolor, sin problemas. Un aire cálido choca contra mi cuerpo. Mi eterno acompañante me dice que, si me gusta lo que estoy sintiendo, me dé vuelta. Podrá tener todo esto multiplicado. Solo tengo que abrazarlo. Y, como siempre, ignoro su oferta. Disfruto del camino, hasta la siguiente bifurcación. Esta vez, no hay paisajes. No hay nada. Literalmente, nada. Sólo un blanco velo, del mismo color de las paredes que hace tiempo dejé atrás. Es suave, como una nube. La oscuridad, que nunca se rinde, me ofrece su compañía una vez más. Y yo, como respuesta, atravieso el velo.

miércoles, 3 de julio de 2013

Cárcel de papel.

 Luego de terminar de leer una obra maestra, el hombre no pudo hacer otra cosa más que llorar. Era bellísima. El autor lo hizo viajar por lugares que no creía reales. O tal vez ni siquiera lo sean. ¿Qué importa? La obra era increíble. Única. Perfecta. Si el arte se puede definir, la obra cumple con cada requisito. Sus lágrimas manchan la portada, pero ya no le importa. La obra es parte de él. Se funde con ella. Los personajes, tan ambigüos, son ejemplos de vida. Los lugares, que tal vez solo existen en su mente, son hermosos. Aún aquellos que lo perturbaron tienen una belleza propia. La trama es perfecta. Nunca algo dio tantos giros inesperados, como un trompo que empieza a girar, sin previo aviso, en sentido contrario. La conclusión pudo haberse previsto en las primeras páginas, pero luego de ellas la historia hace que no tenga sentido. Hasta que llegas a ella. El final es una maza que aplasta tu cráneo.

 Luego de un libro tan maravilloso, el hombre sale a trabajar. En comparación con los personajes que conoció, las personas que pueblan su día a día son simples. Dramas familiares, excusas sin sentido, frivolidades innecesarias. Esas personas lo aburren. No le gusta tratar con ellas. ¡Simples mortales! ¿Por qué no pueden ser más interesantes? Es como si estuvieran más vivos los hombres ficticios que los reales. Ya no frecuenta los bares, las plazas, los cumpleaños. Ya no ve el sentido de hacerlo. Empieza a encerrarse a sí mismo en una cárcel llamada literatura. No la vive, sólo la consume, la imagina, la usa. Se amiga con los simpáticos personajes de un cuento de Asimov, o se conmueve con los dramas de Otello. Envidia a Sancho Panza, que pudo ver de cerca a un verdadero caballero, e incluso regenteó una Ínsula. Lee, trabaja, lee. Su rutina se rompe cuando va a buscar nuevos libros, nuevas historias, nuevos mundos. 

 Luego de trabajar, el lector encuentra un libro en el suelo. No tiene páginas. Es una cubierta, bastante gruesa, con un par de hojas. Le llama la atención. Se lleva ese extraño libro. Luego de un baño caliente, se apronta para examinarlo, a ver si en sus bailantes páginas puede ver si ya lo leyó, o si es una pista para un nuevo universo. La tapa no tiene el nombre del libro, sólo el dibujo de una silueta. El par de páginas era de la parte central, por lo que tuvo que leerlas para ver si lo conoce. 

Luego de leer la historia de su vida en sólo dos páginas, el lector queda en shock. No entiende. Las páginas tienen su nombre completo. Nombra situaciones de su vida diaria. Relata una de las veces que fue a su proveedor de ficciones, la librería que está cerca de su trabajo. Ve que la segunda página está incompleta. Una palabra partida a la mitad. Luego del último punto, se puede leer "Ahora lo sa-". Puede entender que su vida no se asemeja a las de sus personajes favoritos. Es uno más, un visitante en los miles de mundos que ha conocido. Ve que es más emocionante ser un personaje que leer sobre uno. Tiene que hacer algo al respecto. Cambiar su vida. Ser un personaje. Abandonar la cárcel ficcional donde se refugia del mundo, y ser parte del mundo. Estaba en un error. Ahora lo sa-