Pasen y vean. Esto es lo que he sido, pero no sé si es lo que seré.

domingo, 10 de marzo de 2019

Disclaimer

¡Acércate al fuego, pequeño curioso! No tengas miedo de un puñado de viejos perros mordidos por las mandíbulas del destino. Ojalá que algún día puedas ver lo que vimos, oír lo que oímos y gozar lo que enfrentamos. Esto es algo de lo que nunca podrás leer, porque estas historias viajan con el viento. Al escribirlas, se pierde su sentido, porque descartamos infinidad de detalles en pos de un buen relato. Pero lo prometo, temeroso cachorro, que trataré de mantener la esencia de estas aventuras lo mejor posible.

Escucha el tono de mi voz, los gestos que hago con mis brazos, las chispas de la fogata que danzan al son de la brisa. Cada movimiento es único e irrepetible, y solo lo verás de esta forma una vez. No se puede plasmar en un papel o volver a relatar, ya que no serán lo mismo, y muchas veces las historias son lo suficientemente caprichosas como para no mostrar dos detalles de la misma forma.

Sí, yo soy el vehículo de esta anécdota, que llevó a que mi brazo esté de esta forma. Puedo decir que las heridas son profundas, alargadas y monstruosas, como si un león o un tigre me sacaran un trozo de alma. O puedo decir que caí por un barranco, y unas rocas me dejaron de esta forma. Pero te contaré la verdad, la creas o no, para que puedas volver a hacer la historia en mi nombre. Después de todo, no hay entretenimiento mejor que una buena historia, aunque ya conozcas el final, porque nunca se contará dos veces de la misma forma.

Ahora, te adelanto que no trates de dudar de las palabras que te diré, porque no cambiarán el resultado final: el momento en que las escuchaste, las viste, las oliste. No te distraigas con banalidades, como si es posible que un árbol pueda mover sus ramas para indicarme el camino, o si un tigre desistió de comerme porque le dije que era propietario de una gema inusual, a la que custodiaba con mi vida. Toma esta historia por lo que es, una experiencia única, que puede llevarte a otras realidades, y no como algo real o irreal. Las historias están vivas, y harán todo lo posible para estarlo, como vos harías si cayeras al río. Cualquier recurso es válido para sobrevivir.

Y si quieres preguntar, ¡pregunta! Interactúa conmigo, porque como dije, no hay dos historias iguales. La que vivirás a continuación es única, y no será la misma que vivirá mi compañero de aquí al lado, ya que él no solo la ha escuchado cientos de veces, sino también participa de ella. Y aún así, siempre es distinta. Porque la realidad es la experiencia que contrastamos con lo que sale de nuestros sentidos, y ésta a veces parece fantasía. Pero sí, hay leones que desisten de comerme porque tengo dolor de estómago, o árboles que me reverencian. Sí, sé que son ejemplos distintos a los que comenté más temprano, hiciste bien en darte cuenta. Después de todo, los ejemplos y las historias no necesitan ser hechos para cumplir su objetivo.

Ahora, abre los sentidos pequeño rufián, porque conocerás un poco más sobre los caminos de esta hostil región...

lunes, 24 de diciembre de 2018

La canción del fuego




Mientras veo el trozo de papel volar al son de la brisa, recuerdo mi primer libro. Fue casi un accidente, y la razón por la que no lo fue es por el alivio que sentí con el resultado. Era una noche de febrero, una fogata en mi patio alumbraba un tedioso libro de temas varios. El autor, una vieja gloria condecorada, perdió su toque hace tiempo, e intentaba seguir sobre el agua cuando ya a las leguas se veía que no tiene la fuerza para hacerlo. Su única motivación parece ser estar arriba, en vez de salir del agua, antes que un calambre lo convierta en un ahogado más.

Luego de una hora perdida tratando de encontrar sentido a la trama, y en un ataque de furia, lancé el libro contra un árbol. No era su culpa, mi tozudez hizo que llegara tan lejos, además de otros problemas personales que no llevan al caso. Nada de eso quita que la física condenara a ese compendio de palabrerías, y al rebotar contra el árbol, cayó de lleno sobre el fuego. Al principio me horroricé, después de todo es el último libro de un famoso autor, pese a que sea su hijo más desgraciado. Pero luego extraños sentimientos se apoderaron de mí, al ver como las hojas se volvían ceniza, y algunos de sus trozos revoloteaban como mariposas. El libro perdió su identidad en el fuego, se volvió otra cosa, parte de algo mayor. Era excitante, algo increíble para mí.

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Luego de apagar el fuego, los restos del libro me devolvieron la mirada, con su oscuridad heterogénea y su aroma a tinta quemada. Creí que era algo único, un accidente, algo de una sola vez. Pero algunos meses después, durante una lectura ocasional del Quijote, sentí el impulso de soltar un poco de ceniza de mi cigarrillo sobre sus páginas. Era una vieja edición, de unos cuarenta años, con páginas amarillentas y cubierta desgastada. Era un libro que tenía mi profundo aprecio, pero la exitación del momento me llevó a soltar un poco de ceniza sobre él. Y sobre el montoncito, estampé la punta carmesí de mi tabaco, y no la levanté. Era algo profano, una traición no solo a mí mismo, sino también al compendio de papel que me mostró las andanzas de un noble caballero. Aún así, y con conocimiento del alcance de mis actos, tomé mi mechero y lo incendié, al tiempo que lo lanzaba hacia la apagada estufa de mi sala.

No ardió del todo, tal vez por la encuadernación, o por el lanzamiento, pero vaya si quedó mutilado. Sus restos no se parecían a la bazofia quemada de hace unos meses. Daba una triste imagen, como un ejecutado por el hacha al que no se llega a decapitar por completo. Daba una imagen pésima, triste. No lo soporté, y lancé algunos papeles sobre él, para luego incendiarlos. El fuego purificó las decenarias hojas, dejando tras de sí la ceniza y el carbón de la cubierta. Es hermoso, purifica y unifica, ya que dos libros son iguales con el fuego suficiente.

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Con el tiempo, mi piromanía con los libros se volvió crónica. Uno a uno, o de dos en dos, los volúmenes de mi extensa biblioteca desaparecieron, en medio de orgías de fuego y destrucción. Hasta protocolé un ritual mensual, donde leia el tomo antes de su incineración. Era una especie de pago que me brindaban antes de liberarlos de su existencia. Pero cuando hay emociones de por medio, los protocolos a veces se saltean, y comencé a quemar cada vez más libros. En poco menos de un año, mi hogar estaba libre de ellos. No quedaba ni uno, algo que me emocionó. 

Al mes siguiente, y ya sin tomos que encender, comencé a pensar a lo grande: librerías, bibliotecas, escuelas... cualquier albergue de volúmenes, exceptuando los hogares particulares. Era una regla que no tardé en romper, por supuesto.

La primera vez que incendié una biblioteca me emocioné a tal punto que me oriné encima. Era hermoso, porque al amargo aroma de papel pasado a fuego, a tinta incinerada y a cola carbonizada, se le sumaban olores como madera quemada, vidrios que estallaban... fue el crimen perfecto, ya nadie presta atención a las bibliotecas, por lo que fue fácil instalar el compacto dispositivo incendiario: un fósforo introducido en un largo cigarrillo encendido. Tuve mis dudas sobre su efectividad, hasta que vi las lenguas de fuego salir por las ventanas de la centenaria biblioteca. Fue emocionante, mejor de lo que jamás pude imaginar. 

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El primer incendio siempre es simple: después de todo, nadie se lo ve venir. Pero luego del segundo se crea un patrón, que se confirma con el tercer caso. Si bien esperé meses entre el primero y el segundo, ya el tercero fue a una semana del último. Como dije, cuando hay emoción de por medio es muy difícil mantener los protocolos. Y con un aumento en la vigilancia de lugares públicos donde gran cantidad de libros tienen su descanso, me vi obligado a incursionar en el mercado privado.

En mi defensa, no sabía que ese niño estaba en la casa. ¿Qué clase de padres deja a una de sus crías dormir solo en su casa, desde la tarde hasta la madrugada? Vigilé y vigilé, para evitar cualquier homicidio, pero nunca noté al pequeño. No era lógico. Aún así, no sentí horror ante los gritos que se oían desde la residencia, solo molestia. Quería que se detenga, que se muriera de una vez. Sus gritos impedían oír la canción del fuego, el sonido del chisporroteo descontrolado. Eso hizo que saltara dentro e intentara asesinarlo, pero llegaron testigos, que lanzaron agua para apagar mi sinfonía. Mi posición estaba comprometida, por lo que abracé al pequeño y salí de la casa, como un héroe.

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A esta altura, la emoción del incendio no era tan grande. Ya no me embriagaba, como cuando quemé por accidente mi primer libro, o la primera biblioteca. Sumado a eso, las autoridades aumentaron mi búsqueda, porque ya no solo atacaba bibliotecas y locales comerciales: las casas ya no estaban a salvo. Tuve que detenerme un tiempo, pero la ansiedad me abrasaba el interior. Necesitaba otra quema masiva, pero si era fuera del pueblo sería un sospechoso.

Me arriesgué una vez más. Asalté la casa de un coleccionista, y no me importó que el durmiera dentro. Me metí furtivamemte, y comencé a encender todo lo que vi. Sin cuidado, sin medir mis actos, recibí un disparo en la pierna. Así fue como me atraparon. Sin gloria, en medio del extasis, sin víctimas. Pero el juez vio ahí no solo mis actos, sino también un intento de homicidio, al que se le sumó el pequeño que no paraba de gritar.

El único consuelo que me queda es este, escribir mi historia en este trozo de papel, e intentar incendiarlo de alguna forma. Es algo difícil, después de todo no tengo ventanas o algo con qué encenderlo, pero algo se me ocurrirá. Después de todo, es muy difícil apagar el fuego de un corazón apasionado.





domingo, 5 de febrero de 2017

Veneno

 El dolor me despierta. Siento calor en el pecho, y la mente de un color blanco nada. Estoy sobre un colchón desconocido, en una habitación extraña. Una botella a mi lado, con un líquido verde en el fondo. No hay nadie a mi alrededor. Afuera es de noche, y por la ventana puedo ver a un barrio que no conozco, o no recuerdo. Cierro los ojos y hago un esfuerzo. No, nada. Trato de pararme, pero el cuerpo se resiste. No estoy tapado ni sudo, pero cada músculo de mi cuerpo es un infierno. Lo siento moverse. Vuelvo a dormir. Tal vez mi cuerpo se reveló contra mi consciencia. Mi mente se apaga. ¿Volveré a despertar?

 No, no puedo irme así. Mi salida no puede ser tan simple, tan fácil. No me puedo mover, pero aún puedo pensar. El veneno no ha atrofiado eso. Pruebo cada reacción a cada movimiento. Nada. Pero mis ojos sí se mueven, y con eso basta. Los uso para ver detalles. No, no hay nada en la habitación. Ni un cuadro, ni un adorno, ni siquiera una grieta en la blanca pared, que contrasta con el rectángulo negro con motas amarillas, cubierto de oscuridad y luces lejanas. 

Vuelvo a ver la botella. No tiene nada que me indique su contenido, solo la mancha verde que me devuelve la mirada. Es hipnótica, nunca vi una sustancia así. Como un impulso, veo al techo, donde una lámpara apunta hacia el suelo. Intento hablarle, contarle mis problemas, pero una puntada en el estómago me lo impide. 

Mi capacidad mental comienza a disminuir. No es algo que se pueda asegurar, pero sí sentir. El dolor se muda a mi cabeza, y con él, aparece una figura extraña, un bulto tras el ropero. No sé qué es, solo veo dos luces verdes que me miran fijo. 

–Los deseos son como un veneno—escuché—, si tomas la cantidad justa te hará feliz, pero si te pasas, puedes acabar descansando para siempre.

Las lucecitas verdes se apagaron, y con ellas, mi vida.


viernes, 13 de noviembre de 2015

La fruta.

 La fruta prohibida no era especial. No daba conocimiento, ni tampoco conciencia sobre el bien y del mal.

 Era un fruto corriente, como los muchos que se encontraban en el jardín del Edén.

 La prohibición era una prueba, ya que el Jardinero necesitaba saber si sus protegidos eran curiosos o no.

 La curiosidad es la madre de todo, del conocimiento, del bien y del mal, de la verdad. La curiosidad es mucho más peligrosa para el Jardinero que cualquier otro tipo de rebeldía.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Recuerdos difusos

 Despierto. Recuerdo lo  que hice la noche anterior, y me avergüenzo. Lo enmendaré, de alguna forma. Pero primero, debo levantarme. Me siento en la cama y veo hacia la oscuridad, la cual me devuelve la mirada. Poco a poco, mis ojos reciben la poca luz que hay en el ambiente, y reconozco los objetos que adornan el lugar.

 No puedo quitar esas palabras de mi mente. "Ya está todo arreglado, solo debes olvidar lo ocurrido". Me pregunto cómo fue que se solucionó, y en qué contribuye que olvide lo que pasó. Los hechos no dependen de lo que yo recuerde. No puedo controlar la realidad simplemente negándola... ¿o sí?

 Tomo los trozos de memoria que arman el puzzle del día de ayer, y trato de acomodarlos de distinta forma. Sí, tiene más sentido que determinada consecuencia en verdad haya causado algo que pasó horas atrás. Suena lógico, pero aún no puedo controlar la línea temporal. Ese pequeño detalle, la diferencia de tiempo entre los dos hechos, rompen con la lógica del recuerdo.

 ¿Y si ese dato también puede ser modificado? Después de todo, la realidad no existe. Es una masa incolora a la que nosotros damos forma a través de los sentidos. Tal vez hay haces de la luz que no podemos percibir, pero ahí están, como yo solo puedo ver lo que la escasa luz de la habitación me permite.

 Si convenzo a cada persona que me pregunte sobre lo ocurrido, puedo moldear a la realidad a mi antojo. Porque, después de todo, ¿no lo estaría haciendo al recordarla desde mi punto de vista? La diferencia es que yo la controlaría a mi gusto, en vez de darle ese poder a mi frágil memoria.

 Ordené las piezas en una secuencia que tiene sentido, y me siento bien. Si todo está solucionado, solo falta poner mi parte, un testimonio que limpie los últimos vestigios de los hechos que tanto me perjudican. Solo queda un detalle: yo mismo. Nada me impide arrepentirme de mis actos en mi futuro.

 Ideo un largo entramado de hechos, los cuales dejo en funcionamiento, para autoconvencerme que esta es la realidad verdadera de lo que ocurrió ayer. La historia tiene sentido, es cronológicamente correcta, por lo que no dudaré de su veracidad. Solo tengo que dejar el mecanismo en funcionamiento, para que, cuando yo despierte, suene tan convincente que todos los cabos estarán atados.

Será como un abrir y cerrar de ojos. Y todo lo demás, un sueño.

Despierto...