Pasen y vean. Esto es lo que he sido, pero no sé si es lo que seré.

viernes, 5 de julio de 2013

Conteo.

 El conteo me preocupa. Uno a uno, los números desaparecen. No entiendo por qué está. No entiendo cuál es su utilidad. Le pregunto a las personas que se cruzan conmigo en la calle. Nadie responde. Algunos insultan. Otros me esquivan. Unos pocos no saben qué decirme. Pero no se quedan a preguntar. No les importa. Mientras tanto, la enorme cifra sigue en su lento camino hacia el descenso. ¿Qué significa? ¿Un nuevo truco publicitario? ¿Pasará algo importante? Cada nueva cifra se anuncia con un leve sonido, como el de una moneda que cae, un segundero que avanza, un grito que se silencia. Es algo que nunca había oído en todo este tiempo. Tal vez ese sonido me hace cuestionarme la función de tal cifra. ¿Será un reloj? ¿Un conteo de dinero? ¿De población? ¿De clientes? 

 Frustrado, me siento sobre el frío suelo de la mañana. Manchas de aceite, de agua, de vómito. Grandes lagos que invaden el suelo urbano. ¿En qué momento nos dejó de importar? ¿Cuándo fue el hecho que nos hizo ignorar lo que pasa a nuestro alrededor? Tal vez, en otro tiempo la gente iría con la cabeza en alto, y le llamaría la atención el oscuro cielo. O, al menos, las paredes pintadas del color del abandono. O los grandes números, esos que invaden mi mente. Tal vez eso hace que la use. Ya ni recuerdo los diferentes tonos de verde de las copas de los árboles, ni los tonos de marrón de los troncos. El color del pasto, o su olor. ¿Cuándo dejamos de interesarnos por esos detalles?

 Los números ya no importan. El suelo tampoco. Ni siquiera el cielo ya no es tan interesante. Lo que se vuelve importante es tratar de que otros recorran el mismo camino. La duda es una semilla que crece muy fácil. Puede germinar en el concreto, quebrarlo como si fuera tierra recién labrada y abrirse paso. Sí, ese es el camino. Paro a gente aleatoria y le digo que esos números son un reloj. A otro le cuento que es la cantidad de tigres que quedan vivos. A otro el volumen de oxígeno sin contaminar. Hay demasiados ceros en ese número, ceros a la izquierda, quienes quedarán ahí por siempre. Algunas personas caen, y me discuten el propósito de esos números. Yo les sigo el juego, y a veces los fleto con la duda. Yo no sé que son, ellos tampoco. ¿Qué importa?

 El gran número se reduce a un par de cifras. El conteo acaba. ¿Ahora importa? No. El campo está sembrado. La gente que me crucé ya duda. ¿Morirá? ¿Se convencerán? Tampoco importa. No recuerdo sus nombres, ni sus altos o bajos cargos en esta sociedad. Solo recuerdo la duda en sus mentes. El irse murmurando cosas que en otro momento no se cuestionarían. Ya la cifra agoniza, y apuro la siembra porque el sentido de la duda original ya muere. Las razones inventadas sobre el conteo se vuelven cada vez más débiles. Es un reto para mi imaginación. Y de esa forma la ejercito. Ya queda una cifra. Me guardo este momento para mí. No me importa que ocurra luego. Ya dudo. Y es ahí cuando el último cero llega a su destino.

Bifurcaciones.

 Lo primero que siento, aún antes de abrir los ojos, es miedo. No recuerdo nada de mí. Eso me asusta. Trato de abrir los ojos, pero tengo algo viscoso sobre ellos. Me limpio con fuerza, y los abro. No hay mucha diferencia, la oscuridad sigue reinando. Poco a poco, me acostumbro al brillo oscuro de la noche. Un pasillo, sin un techo que lo proteja. Que me proteja. Veo a mi alrededor, no hay nada. Solo el pasto que molesta, y las paredes de un pálido blanco, vírgenes de cualquier tipo de marca o daño. Un pasillo, que termina con una bifurcación. Detrás mío, la nada. Un vacío oscuro que me llama, me tienta, me atrapa. Es oscuridad en estado puro, sin matices o humanizaciones. Yo también la deseo, pero sé que es algo malo. Me hará daño. Tal vez me funda con ese caos, y pierda mi propia identidad. La cual, hasta ahora, no recuerdo. ¿Qué importa? Quiero tenerla, no fundirme con la noche.

 Trato de pararme, pero me cuesta. Recuerdo como caminar, pero mi cuerpo no lo hace. Tardo en enseñarle las nociones básicas de "no caerse" y de "avanzar". Poco a poco, paso a paso, voy caminando por el pasillo tapizado de naturaleza. Su aroma es fresco, me invita a recostarme y descansar. Mis piernas duelen, aunque reconozco que cada paso que doy es más dulce. Caigo. Dos, tres veces. Me arrecuesto a la blanca pared. Miro sobre mi hombro a un vacío que me persigue. Su voz silenciosa es cada vez más seductora. Me llama. Me obliga, y eso me motiva a apurar el paso, a ignorar el dolor. Empieza a llover. El agua se vuelve cada vez más molesta. Me empuja hacia atrás, como si fuera cómplice de mi enemiga. El pasto conspira con el agua, y hace que caminar sea casi patinar. Las paredes dejan de ser aliadas, y se vuelven resvalosas. Es cada vez más difícil continuar el camino. Los descansos se vuelven cada vez más duraderos.

 Llego hasta el final del pasillo. Creí que la bifurcación era una puerta de salida. ¿A dónde? No sé, no me importa. Fuera de aquí es mejor que el vacío, que me seduce. Me promete descanso eterno, placer eterno, eternidad eterna. Muchas promesas siempre hacen desconfiar. Tal vez por eso no me desanimé cuando ví que, al llegar a la bifurcación, el pasillo continuaba. Pero habían dos pasillos. A la izquierda, uno sin lluvia. A la derecha, uno sin pasto. Decido ir por el que no tiene lluvia, ya que conocía ese tipo de camino. Me equivoqué. Más adelante, el pasto se volvió arena. Y luego, apareció el viento. Un viento tan fuerte, que dificulta hasta respirar. La arena me hundía si me llegaba a detener, por lo que ya no pude descansar. La oscuridad, fiel compañera, seguía cada uno de mis pasos, consumiendo la arena que ya había pisado. Decía que lo hacía por mi bien. Pero yo conocía sus verdaderas intenciones. Ese vórtice quería que yo sea su bocado.

 La siguiente bifurcación fue una bocanada de aire fresco. Literalmente. El viento se detuvo, el piso se volvió del mismo material que las blancas paredes y las opciones aumentaron a tres. Un camino tapizado por pasto, paredes de musgo y un sol radiante. El otro era agua, poco profunda, de una claridad tal que podía ver el fondo. El tercero era un camino de tierra, de paredes rocosas. En él, la noche era una con el horizonte. Elegí el tercer camino, tal vez porque me recuerda a la oscuridad que me seduce. Un camino árido, sin vida, pero tranquilo. Vuelvo a caminar en la noche, ahora sin dolor, sin problemas. Un aire cálido choca contra mi cuerpo. Mi eterno acompañante me dice que, si me gusta lo que estoy sintiendo, me dé vuelta. Podrá tener todo esto multiplicado. Solo tengo que abrazarlo. Y, como siempre, ignoro su oferta. Disfruto del camino, hasta la siguiente bifurcación. Esta vez, no hay paisajes. No hay nada. Literalmente, nada. Sólo un blanco velo, del mismo color de las paredes que hace tiempo dejé atrás. Es suave, como una nube. La oscuridad, que nunca se rinde, me ofrece su compañía una vez más. Y yo, como respuesta, atravieso el velo.