Recuerdo la valentía que tenía de pequeño. Si había oscuridad, creía que habían mil y un monstruos que querían comerme. Pero miraba hacia donde creía que estaban, como esperando a que se acercaran. Creía estar loco por eso, temiendo a cosas que no existen. Si me atacaban, existían, y significaba que no estaba loco. Luego crecí y me dí cuenta de que sí existen. En mi cabeza. No pueden matarme, pero si aterrorizarme. La muerte, la enfermedad, una astilla en un brazo. El temor pasó a ser algo más real.
La luz volvió. Me levanto. La alfombra se resbala, y caigo. Siento mi zapato en mi espalda, la cabeza contra el suelo, las plantas de los pies separadas del piso. Y el techo, inmaculado. La lámpara de luz me mira con su único ojo. Y ahí me doy cuenta. La oscuridad no crea los peligros, sino que siempre están. Siempre. La posibilidad de tener un accidente ocurre con oscuridad o no. Lo que cambia es el miedo, el miedo a lo desconocido. A las posibilidades. Y si es por eso, vivimos en peligro constante. Pero seguimos volando aviones, saltando en motos a gran velocidad o caminando en la calle. El peligro es real, y el peor es el que se oculta a la luz del día, porque nos hace olvidarnos de los diferentes escudos que usamos para protegernos. Bajamos la guardia.
La luz nos da falsa seguridad, y es cuando el peligro ataca. Confiamos en ella, y nos traiciona. Ya no temo a monstruos. Temo a la seguridad, a la confianza, a la luz. A la traición de las certezas de una vida. Y ahí es cuando dudo, otra vez. Del piso que me sostiene, del techo que me cobija, de las paredes que me contienen. De lo que puedo tocar, y lo que no. De lo que siento.