Pasen y vean. Esto es lo que he sido, pero no sé si es lo que seré.

lunes, 24 de diciembre de 2018

La canción del fuego




Mientras veo el trozo de papel volar al son de la brisa, recuerdo mi primer libro. Fue casi un accidente, y la razón por la que no lo fue es por el alivio que sentí con el resultado. Era una noche de febrero, una fogata en mi patio alumbraba un tedioso libro de temas varios. El autor, una vieja gloria condecorada, perdió su toque hace tiempo, e intentaba seguir sobre el agua cuando ya a las leguas se veía que no tiene la fuerza para hacerlo. Su única motivación parece ser estar arriba, en vez de salir del agua, antes que un calambre lo convierta en un ahogado más.

Luego de una hora perdida tratando de encontrar sentido a la trama, y en un ataque de furia, lancé el libro contra un árbol. No era su culpa, mi tozudez hizo que llegara tan lejos, además de otros problemas personales que no llevan al caso. Nada de eso quita que la física condenara a ese compendio de palabrerías, y al rebotar contra el árbol, cayó de lleno sobre el fuego. Al principio me horroricé, después de todo es el último libro de un famoso autor, pese a que sea su hijo más desgraciado. Pero luego extraños sentimientos se apoderaron de mí, al ver como las hojas se volvían ceniza, y algunos de sus trozos revoloteaban como mariposas. El libro perdió su identidad en el fuego, se volvió otra cosa, parte de algo mayor. Era excitante, algo increíble para mí.

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Luego de apagar el fuego, los restos del libro me devolvieron la mirada, con su oscuridad heterogénea y su aroma a tinta quemada. Creí que era algo único, un accidente, algo de una sola vez. Pero algunos meses después, durante una lectura ocasional del Quijote, sentí el impulso de soltar un poco de ceniza de mi cigarrillo sobre sus páginas. Era una vieja edición, de unos cuarenta años, con páginas amarillentas y cubierta desgastada. Era un libro que tenía mi profundo aprecio, pero la exitación del momento me llevó a soltar un poco de ceniza sobre él. Y sobre el montoncito, estampé la punta carmesí de mi tabaco, y no la levanté. Era algo profano, una traición no solo a mí mismo, sino también al compendio de papel que me mostró las andanzas de un noble caballero. Aún así, y con conocimiento del alcance de mis actos, tomé mi mechero y lo incendié, al tiempo que lo lanzaba hacia la apagada estufa de mi sala.

No ardió del todo, tal vez por la encuadernación, o por el lanzamiento, pero vaya si quedó mutilado. Sus restos no se parecían a la bazofia quemada de hace unos meses. Daba una triste imagen, como un ejecutado por el hacha al que no se llega a decapitar por completo. Daba una imagen pésima, triste. No lo soporté, y lancé algunos papeles sobre él, para luego incendiarlos. El fuego purificó las decenarias hojas, dejando tras de sí la ceniza y el carbón de la cubierta. Es hermoso, purifica y unifica, ya que dos libros son iguales con el fuego suficiente.

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Con el tiempo, mi piromanía con los libros se volvió crónica. Uno a uno, o de dos en dos, los volúmenes de mi extensa biblioteca desaparecieron, en medio de orgías de fuego y destrucción. Hasta protocolé un ritual mensual, donde leia el tomo antes de su incineración. Era una especie de pago que me brindaban antes de liberarlos de su existencia. Pero cuando hay emociones de por medio, los protocolos a veces se saltean, y comencé a quemar cada vez más libros. En poco menos de un año, mi hogar estaba libre de ellos. No quedaba ni uno, algo que me emocionó. 

Al mes siguiente, y ya sin tomos que encender, comencé a pensar a lo grande: librerías, bibliotecas, escuelas... cualquier albergue de volúmenes, exceptuando los hogares particulares. Era una regla que no tardé en romper, por supuesto.

La primera vez que incendié una biblioteca me emocioné a tal punto que me oriné encima. Era hermoso, porque al amargo aroma de papel pasado a fuego, a tinta incinerada y a cola carbonizada, se le sumaban olores como madera quemada, vidrios que estallaban... fue el crimen perfecto, ya nadie presta atención a las bibliotecas, por lo que fue fácil instalar el compacto dispositivo incendiario: un fósforo introducido en un largo cigarrillo encendido. Tuve mis dudas sobre su efectividad, hasta que vi las lenguas de fuego salir por las ventanas de la centenaria biblioteca. Fue emocionante, mejor de lo que jamás pude imaginar. 

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El primer incendio siempre es simple: después de todo, nadie se lo ve venir. Pero luego del segundo se crea un patrón, que se confirma con el tercer caso. Si bien esperé meses entre el primero y el segundo, ya el tercero fue a una semana del último. Como dije, cuando hay emoción de por medio es muy difícil mantener los protocolos. Y con un aumento en la vigilancia de lugares públicos donde gran cantidad de libros tienen su descanso, me vi obligado a incursionar en el mercado privado.

En mi defensa, no sabía que ese niño estaba en la casa. ¿Qué clase de padres deja a una de sus crías dormir solo en su casa, desde la tarde hasta la madrugada? Vigilé y vigilé, para evitar cualquier homicidio, pero nunca noté al pequeño. No era lógico. Aún así, no sentí horror ante los gritos que se oían desde la residencia, solo molestia. Quería que se detenga, que se muriera de una vez. Sus gritos impedían oír la canción del fuego, el sonido del chisporroteo descontrolado. Eso hizo que saltara dentro e intentara asesinarlo, pero llegaron testigos, que lanzaron agua para apagar mi sinfonía. Mi posición estaba comprometida, por lo que abracé al pequeño y salí de la casa, como un héroe.

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A esta altura, la emoción del incendio no era tan grande. Ya no me embriagaba, como cuando quemé por accidente mi primer libro, o la primera biblioteca. Sumado a eso, las autoridades aumentaron mi búsqueda, porque ya no solo atacaba bibliotecas y locales comerciales: las casas ya no estaban a salvo. Tuve que detenerme un tiempo, pero la ansiedad me abrasaba el interior. Necesitaba otra quema masiva, pero si era fuera del pueblo sería un sospechoso.

Me arriesgué una vez más. Asalté la casa de un coleccionista, y no me importó que el durmiera dentro. Me metí furtivamemte, y comencé a encender todo lo que vi. Sin cuidado, sin medir mis actos, recibí un disparo en la pierna. Así fue como me atraparon. Sin gloria, en medio del extasis, sin víctimas. Pero el juez vio ahí no solo mis actos, sino también un intento de homicidio, al que se le sumó el pequeño que no paraba de gritar.

El único consuelo que me queda es este, escribir mi historia en este trozo de papel, e intentar incendiarlo de alguna forma. Es algo difícil, después de todo no tengo ventanas o algo con qué encenderlo, pero algo se me ocurrirá. Después de todo, es muy difícil apagar el fuego de un corazón apasionado.